La pista está vacía y sólo yo, parada en el centro, perdiendo el control de mis brazos y de mis piernas… Cientos de luces psicodélicas bailan con mi cuerpo y al ritmo de una discoteca funky me adentro en un túnel de diversión aletargada… Los ojos cerrados, nadie me mira, la música es el único testigo de ese trance hipnótico…
A un año de consolidada su formación actual, Conejo salta a los escenarios llevando un repertorio propio y fresco. Algunos temas vienen de épocas anteriores y otros, tal vez más roqueros, son recientes producciones de la banda. Un cover de Divididos, Spinetta o Lenny Kravitz es siempre el invitado especial de la noche, a modo de representar sus influencias más marcadas.
Podría hablar de instrumentos que suenan precisos, de riffs bien armados y de voces perfectamente afinadas. Podría decir también que Conejo es diferente, que hay personalidad en sus canciones y que la puesta en escena de su vocalista, Esteban Lussich, marca presencia frente a un público joven e inquieto. Todo eso es cierto, ¿pero cuántas bandas hemos definido con esas características?
Tampoco quiero engañarlos: no hay luces de colores ni túneles orgásmicos. Pero la sensación de ser arrastrados por un sonido a la vez suave y violento, mezcla de soul, funk y rock; es real. Un bajo, una batería, una guitarra y algunas bases electrónicas son responsables de generar ese efecto “disco-ensueño” en que los oídos imaginan y la mente vuela.
Viviana Scirgalea