SieteNotas

Rock en Uruguay (1960 -1975)

1/4/2006

PRIMERAS ARMAS

Difícil para un joven de hoy, con la mirada y la sensibilidad de hoy, entender el espíritu de los años sesenta. El mundo era nuevo como si en un punto hubiera estallado la creación de improviso, haciendo aparecer al pasado reciente como algo bien alejado.

Los primeros satélites se lanzaban al espacio, aparecía la guitarra eléctrica y en Uruguay hacía su desembarco la televisión. De pronto se instalaban vocablos como rascacielos, sintetizador, minifalda, hippie, y no había forma de hacer a un lado temas como la revolución cubana, el Che y las revueltas estudiantiles. El hombre llegaba a la Luna y creía que con sólo proponérselo, podía llegar a un nuevo hombre, una nueva política, una nueva sociedad.

En ese clima, el rock apareció de improviso y comenzó a hacer su experiencia en la Banda Oriental.

BEAT

Fernando Peláez cuenta en su libro De las cuevas al Solís (Cronología del rock en Uruguay) que a fines de los años 50’s los muchachos no tenían una música que los representara y que los jóvenes músicos debían iniciarse en orquestas tropicales, cabarets o agrupaciones de jazz.

Casualmente, dos de los integrantes del grupo de mayor éxito de principio de los 60’s, provenían del ambiente del jazz. Hugo y Osvaldo Fattoruso se habían fogueado en los Hot Blowers y el Trío Fattoruso, y cuando el furor Beatle llegó al Río de la Plata, decidieron armar junto a Carlos “Caio” Vila y Roberto “Pelín” Capobianco, una agrupación denominada Los Shakers, que fuera capaz de reproducir la estética Beatle sin calcarla. Por añadidura, primero debieron descifrar musicalmente las características del nuevo sonido y luego componer en inglés sus propias canciones.

Si no es fácil para una banda contemporánea, con décadas de cultura rock cuidándole la espalda, absorber las innovaciones venidas de los países hegemónicos (se demoró más de diez años, por ejemplo, en hacer real una influencia como la de Sonic Youth), más complejo era en 1965, tres años después de editado el primer álbum de The Beatles, tener el oficio para cabalgar con eficiencia y magia sobre ese sonido.

Aún en pañales, la industria discográfica no pudo armar una banda de ese tipo en Brasil, Chile o Argentina, donde por lo demás, ya había existido un precalentamiento del rock a través del programa de televisión El Club del Clan. Ni siquiera en los Estados Unidos pudieron fabricar un símil respetable, cosa que quedó probada cuando al Uruguay de mediados de la década del sesenta, llegó una agrupación norteamericana que, intentando imitar al conjunto británico, tenía un nombre muy parecido (The Beetles) y un sonido por demás distante.

Para Los Shakers, en cambio, fue sencillo capturar la esencia del estilo Beatle y crear éxitos de la talla de “Rompan todo”. De allí sus miles de discos vendidos y sus giras latinoamericanas con multitudes de fans recibiéndolos en los aeropuertos, en un fenómeno similar al que los cuatro de Liverpool edificaron en el ámbito mundial. Su plataforma de lanzamiento bonaerense, contribuyó a que otros colectivos uruguayos, como Los Mockers –émulos de los Rolling Stones- y Kano y los Bulldogs, se afincaran en la vecina orilla.

EVOLUCION

Con Rubber Soul, los Beatles iniciaron una exploración de otros territorios musicales que los llevaría a producir un álbum como Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). Un año después, Los Shakers graban La conferencia secreta del Toto’s Bar, un disco que ya desde su largo título buscaba la rápida asociación con Sgt. Pepper`s, para así comunicar el pasaje a un lenguaje musical de mayor sofisticación, que incluía elementos de tango, jazz y una tímida psicodelia.

La palabra evolución se convirtió en una clave para entender todo lo que sucedería durante el período 67-75, siendo varias las agrupaciones del beat iniciático que se animaron a abrir otras puertas o directamente las inventaron. En 1966, Eduardo Mateo cambia a Los Malditos por El Kinto, donde junto a Ruben Rada y Walter Cambón –entre otros- comienza a tentar la fusión del candombe con el beat y la bossa nova, surgiendo un nuevo estilo al que se denominaría candombe beat. A pesar de que el público seguidor del grupo no era muy nutrido, su pasaje por la música popular uruguaya acabó convirtiéndose en mito debido a que en el momento de su disolución (1970), no había llegado a grabar ningún disco, y debido a que la difundida leyenda sobre la calidad del El Kinto, era uno de los temas predilectos del mundillo musical.

Gracias a que el técnico de grabación, Carlos Píriz, realizó por puro instinto, copias de una serie de demos promocionales que El Kinto había grabado en los estudios Sondor, en 1971 se publicó Musicación 4 y ½, una reunión de tales materiales. Desde ese momento, la estatura artística del grupo se volvió un testimonio audible y aquellas canciones acabaron prendiéndose como enredadera, hasta convertir a Musicación 4 y ½ en el disco que más influenció a la música uruguaya de los siguientes treinta años.

Las obras elaboradas por Días de Blues y Leo Antúnez, no pesaron tanto en la cultura nacional, pero fueron mojones ineludibles del rock local. Días de Blues (1973), es el único registro de la banda del mismo nombre y es una gema de blues rock que todavía hoy suena enérgico e inspirado como en el día de su edición. Entre sus páginas, hay un tango llamado “Vuela”, donde una guitarra podrida realiza el fraseo del bandoneón y lleva el blues a un exasperante clima de cuerdas erizadas.

Lo de Leo Antúnez fue tan especial, que de haber nacido en el Reino Unido sería reconocido como el creador de un estilo. Adelantándose a experiencias similares realizadas en la metrópolis, su costado diferente pasó por recitar sus propios poemas y hacer seguir dicho recitado por una instrumentación que fuera capaz de compenetrarse con la cambiante expresividad de la palabra hablada. Contracorriente de una época donde el enfrentamiento entre el mundo nuevo y el viejo parecía teñirlo todo, Antúnez supo ver el hueso de la añeja miseria humana, debajo de las fuerzas que empujaban los cambios: “no te aconsejo (…) morir como si no hubiera / más razón que tu patria en la existencia / porque te morirás solo / mientras tus otros hermanos se venden en una papeleta / por un litro de vino y alguna otra cosa de limosna…”.

AQUELLOS AÑOS

Algunas cifras de venta de discos ayudan a entender la gravitación que el rock criollo tenía en la sociedad uruguaya de los primeros setentas: si un hit internacional como Jesucristo Superstar llegó a vender 17.000 ejemplares, cada uno de los dos primeros discos de Tótem estuvieron en el entorno de las 3.000 unidades comercializadas. El segmento de mercado era notoriamente pequeño, pero considerando la juventud de las bandas y la novedad del estilo abordado, los números adquieren otra dimensión.

Los índices de popularidad de Tótem, sin embargo, trasvasaban con holgura esa respetable cantidad de placas vendidas, porque era vox populi que se trataba del grupo donde cantaba el negro Rada, y más de uno debe recordarlo aún hoy con aquella estética hippie de lentes pequeños, camisa floreada, collares y medallones, cuando él y su banda aparecieron en las pantallas de televisión en el programa Sábados Circulares, de Mancera.

“Nosotros hacíamos Las grandes noches del rock en el club Marash –evoca el organizador de bailes Heber Ottonello-. Los Hokers eran el grupo estable. (…) Algunas veces también llevábamos a Días de Blues, a Danger y fundamentalmente Los Killers. Un día llevé a Tótem y fue increíble la cantidad de gente que fue. Era un baile de seiscientas, setecientas personas, y el día que fue Tótem llegamos a meter mil y pico”.

Psiglo fue otro grupo que además de vender bien (dos mil unidades por su álbum Ideación), tenía un número de seguidores que excedían en mucho a los que compraban sus discos. Hacedores de un tipo de rock con algunas aristas de crudeza para la época (“Vuela a mi galaxia”, “Es inútil”), la aceptación popular llegó de la mano de canciones de corte más pop como “En un lugar un niño”, o de una psicodelia atenuada como “Catalina” o “Gente sin camino”. En el pico de su carrera, la agrupación era tan demandada que debía realizar cuatro actuaciones los sábados y tres los domingos saltando de un baile a otro. Y no sólo se esperaba su llegada en locales bailables de la zona metropolitana. También se los esperaba en la comarca más recóndita del interior.

“Llegamos a un lugar a tocar muy tarde –recuerda Luis Cesio, guitarrista de la banda-. No me acuerdo qué pueblo era. No era exactamente un pueblo, era un lugar cerca de un pueblo, donde había un gran galpón donde se hacían grandes bailes. Lo único que pasaba era la vía del tren. Mientras armamos, empezó a aclarar porque era verano y ya casi tocamos de día. Entonces, de repente, se siente el tren que venía y todo el mundo se fue corriendo. Nos quedamos vacíos. Era el último tren que pasaba y era la única forma que la gente tenía para volver al pueblo. Pasan unos minutos y vuelve todo el mundo. (…) ¿Qué había pasado? Resultó que la gente logró convencer al tipo de la máquina para que se quedara y los esperara hasta que Psiglo terminara de tocar. El maquinista bajó y se quedó a escuchar el concierto. Parece de una película de Fellini (…). Un tren parado en el medio de la vía esperando que Psiglo termine su show”.

PEREGRINAJE

El momento histórico que abarca la obra De las cuevas al Solís, se abre y se cierra con los mismos protagonistas trabajando en proyectos diferentes pero fundamentales de la música nacional: Los Shakers y Opa. Se trata de los hermanos Hugo y Osvaldo Fattoruso, quienes a pesar de haber podido explotar comercialmente el furibundo éxito de la primera de esas agrupaciones, prefirieron ponerle punto final y rumbear hacia Estados Unidos en 1969. Allí formaron el trío Opa junto a Ringo Thielmann, llegando a grabar dos discos imprescindibles como Goldenwings (1976) y Magic Time (1977), donde desarrollaron una propuesta estética ubicada entre las cumbres evolutivas del rock: la fusión jazz con elementos latinos.

Tal evolución no pudo llevarse a cabo dentro de las fronteras del Uruguay, debido al cambio de condiciones políticas (el advenimiento de la dictadura cívico-militar) que forzó la emigración en masa de los músicos de rock. La atmósfera cambió tan radicalmente, que se volvió imposible salir y desplazarse en horario nocturno con la misma libertad –recortada- de los años anteriores. Siendo el blanco favorito del ejército, los jóvenes abandonaron los lugares públicos y con ello, la base de sustentación del rock se evaporó. En los bailes la concurrencia comenzó a mermar y siendo cada vez más acotadas las posibilidades de tocar, los músicos compraron pasajes hacia destinos tan variados como España, Reino Unido, Australia, Holanda, Francia o Alemania.

“Nosotros éramos gurises de pelo largo –comenta Gustavo Musto, bajista de Los Campos-, andábamos de noche de un baile para otro, y muchas veces tuvimos las metralletas en las narices, y muchas veces acostados en el piso (...) ¿Quién iba a salir de noche si no sabía si iba a volver? En esencia, toda la movida transcurría de noche, y era de noche donde aparecían los operativos y las razzias. Profesionales del miedo hicieron que la gente se dedicara a otra cosa”.

En más de una ocasión, la acción de las fuerzas militares se llevaba a cabo de manera tan demencial y destructiva, que no sólo obtuvo el resultado del repliegue de la gente sino que provocó un perjuicio directo sobre los bienes de los conjuntos musicales que contra viento y marea, intentaron seguir tocando.

“La última actuación de Tótem –rememora Eduardo Useta, guitarrista del grupo- fue en el Olimpia a principio del 74. Creo que estaban Los Náufragos y también Joan Manuel Serrat, que hacía sus presentaciones también en los bailes. (...) Estábamos conversando con él mientras tocaba el otro grupo y cayó el ejército. Se terminó el baile. Todo el mundo contra la pared, prendieron las luces, apagaron la música y se terminó el baile. A la altura del Palacio Legislativo, nos pararon otros milicos. Nos hacen bajar todos los equipos, y tuvimos que destornillar todos los bafles para ver si no había algo adentro. Como no encontraron nada, rompieron todo. Fue brutal. A los tres o cuatro días, decidimos separarnos, y chau”.

PAREDÓN Y DESPUÉS

En su libro De las cuevas al Solís, Fernando Peláez trata de fijar, a toda costa, una fecha que ponga el broche a la historia y al mismo tiempo, trasciende esa fecha de cierre cuando se extiende hasta 1979 brindando información sobre la trayectoria posterior de algunos artistas. Esa continuidad se dio tanto dentro como fuera de fronteras y fue, aún sumergida e imperceptible, una pequeña hebrea que acabó conectando cosas que en apariencia no tenían ninguna conexión.

En plena dictadura, muchos jóvenes siguieron escuchando los discos de Tótem, Psiglo y Días de Blues, y nuevas agrupaciones emularon aquellos sonidos en garages, sótanos y galpones. De la nada, un montón de solistas y bandas aparecieron tocando en el primer festival que se organizó después de mucho tiempo: Mont Rock (Velódromo Municipal, 1981). Luego, dos años de toques en lugares dispersos, hasta que en 1983 se abre un local en la calle Uruguay y Rondeau denominado El Templo del Gato, que logra nuclear a los grupos de rock nativo, por entonces de mala calidad y con los almanaques vencidos. El público presente se regocijaba con el montón de artistas que participaban de cada evento, y prácticamente vaciaba la sala asqueado cuando al final, aparecían Los Estómagos en escena y su pequeñísimo grupo de fans agitando con los pelos en punta, alfileres de gancho clavados en las mejillas y sus caravanas de hojas de afeitar.
Pero eso, ya es otra historia.

Leonardo Scampini

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