ENTRE EL INFIERNO Y LA CLARIDAD
Su último disco solista estaba a tres años de distancia y la noticia más nueva que se tenía de él, era que se encontraba afuera del país. Considerado en ese corte histórico, el nombre de Fernando Cabrera se asociaba al del artista raro que en sus diferentes virajes estéticos (el nativismo avant de Montresvideo, la electricidad de Baldío, una primera etapa solista con el nervio del rock como componente central), había compuesto un montón de canciones difíciles de olvidar pero nunca había llegado a producir un disco que deslumbrara y se convirtiera en imprescindible. Hasta que a poco de su regreso se despachó con El tiempo está después (Orfeo, 1989), un registro de piezas cortas, ideas musicales precoces, apenas atisbadas, y textos breves. Una brevedad que concentraba la energía de todo un universo en expansión y que desde el título del fonograma llegaba al centro del blanco de una idea envolvente: el tiempo no existe siempre, el tiempo está allá, en lo que resta de la vida.
UNIVERSO C
Si se lo piensa es realmente así. Una vez que el tiempo transcurre ya sólo es pasado y como tal, puede acuclillarse en algún rincón polvoriento de la memoria, o mostrarse como un grabado a fuego en los rasgos más característicos de la persona.
Claro que esa valorización del futuro como único espacio real aparece explícita en la denominación de la obra y ni se la menciona en los textos de las canciones. En ellos, por el contrario, los recuerdos pesan y las imágenes pretéritas sobrecargan sugerencias, como si la entidad del por venir sólo pudiera considerarse en su relación dialéctica con el pasado. ¿Qué se lee sino en ese borbotón de frases dichas así: “la calle Llupes raya al medio / encuentra a Belvedere / el tren saluda desde abajo / con silbos de tristeza / aquellas filas infinitas saliendo de Central / el empedrado está tapado / pero allí está”?
Algo que parece ser la contracara de la estrofa con que cierra esa sucesión de recuerdos: “un día nos encontraremos en otro carnaval / tendremos suerte si aprendemos que no hay ningún rincón / que no hay ningún atracadero que pueda disolver / en su escondite lo que fuimos / el tiempo está después”.
La descripción de un barrio y sus guardados secretos, las reminiscencias de vidas y escenarios, impulsan una reflexión que trasciende el ejercicio nostálgico, tal y como acontece en piezas como “La garra del corazón” y “Los viajantes”. En la primera, la añoranza toma el terreno abriendo el álbum de fotos de la infancia (“el sueño de los regazos / la casa de los abuelos / el llanto de los payasos / el pasto de los camellos / el grito de los partidos / el madrugar del dolor / el beso y la comunión / el precipicio del miedo”) para disparar luego, el viejo entredicho entre razón y emoción (“las trampas de la cabeza / la garra del corazón”), mientras que en la segunda son datos más cercanos en el tiempo los que empujan la rueda de la confrontación entre tránsito y destino: “los viajantes algo buscarán / horizonte que nunca llega y nunca llegará / los viajantes siempre marcharán / por su ruta, igual que un ciego, a oscuras marchará”.
La conclusión siempre apunta al futuro (el horizonte que nunca llegará, el carnaval en que nos encontraremos, las trampas de la cabeza en que no volveremos a caer) pero el material con que se edifican esos desenlaces, está hecho con pedazos del ayer.
LA VÍBORA QUE SE MUERDE LA COLA
Si por un lado ese par de opuestos indica la presencia de un tipo de creacionismo y hasta de un método de trabajo, por otro señala un estado de conflicto generado por la búsqueda de conocimiento y la adquisición de ideas divergentes (“hay un monstruo de mil cabezas en mi cabeza contaminada”), o por la existencia de varias voces personales que intentan imponer sus intereses: “comienza la escuela y yo sin ganas de madrugar / comienza el repecho y yo sin ganas de pedalear / comienzan los celos y yo sin ganas de discutir...”.
En la medida que la palabra consigue darse a entender, la canción se convierte en vehículo estético de esa pelea interior y cauce de su posible resolución. Tal lo que acontece en “Imposibles”: el autor elige uno de los polos del conflicto de ideas y, juzgando el modo de vida y las creencias de terceras personas sentencia: “hay quienes intentan remontar un barco / hay quienes intentan sumergir mi voz / hay quienes se creyeron conquistadores / descubren Eldorado en cualquier rincón. / Tá loco aquel que quiera volar / buscando un sitio al lado del sol”.
Con todo, no siempre se llega al buen puerto de una nueva verdad y apenas se bosqueja la presencia de juicios antagónicos o de elementos que manifiestan la existencia de un momento personal crítico, que llega hasta a contrariar el núcleo conceptual de la obra en una composición como “Saber”. En esa pieza final (la disquera EMI publicó en 2004 un nuevo El tiempo está después que prescinde de esa y otras canciones de la edición original, e incluye temas de los otros dos discos solistas grabados por Fernando Cabrera para el sello Orfeo: Autoblues y Buzos Azules), el autor relativiza la radicalidad del título del fonograma al asegurar que los recuerdos están allí a buen recaudo y que nada –salvo la propia muerte- pueden amenazarlos: “saber que Horacio y Raulito están siempre ahí / que la vieja quinta está inalterada / y que junto a vos están los mayores / y que el futuro no importa nada”.
¿Es esa última certeza compartida una pulsión más del desarmadero que quiere tomar forma, del infierno interior que busca su punto de equilibrio, su provisoria claridad? ¿O es que Cabrera vislumbra con nitidez que aquel presente de la infancia, donde los adultos proporcionan seguridad y uno corre todos los segundos de todos los instantes a pata suelta, es lo único que cuenta?
Leonardo Scampini